viernes, 4 de mayo de 2018

GUSTAVO CORÇÃO: HAY UNA JERARQUÍA PARA DOS IGLESIAS



Fuente


El descubrimiento de la otra


Por Gustavo Corção – publicado en “O Globo”, 29/12/1977

Un lector que se dice asiduo, en una larga conversación telefónica, maniestó extrañeza respecto del término posconciliar. El lector entiende el término como si significara la misma Iglesia Católica, en la era posconciliar. Bien sé que en ese período conturbado sigue existiendo, en la tierra, la Iglesia Católica llamada militante. Ahora bien, mi sufrida y firme convicción, tantas veces sostenida aquí, allí y allá, es que existe, entre la Religión Católica profesada en todo el mundo católico hasta hace pocos años y la religión ostensiblemente presentada como "nueva", "progresista", "evolucionada"; una diferencia de especie o diferencia por alteridad. Son por lo tanto dos las iglesias actualmente gobernadas y servidas por la misma jerarquía: la Iglesia Católica de siempre, y la Otra. Y nota bien, lector: cuando se le da a esa otra el nombre de iglesia posconciliar, no quiero en modo alguno insinuar la infeliz idea de que, tras el Concilio, la Iglesia de Cristo se habría transformado hasta el punto de tornarse irreconocible, y los fieles de bien formada doctrina católica deben creer en esta nueva forma visible de la Iglesia por pura disciplina, aunque la mayoría de las prédicas y de las nuevas enseñanzas sean ostensiblemente diversas y a veces opuestas a la doctrina católica. ¡No! La Iglesia Católica y Apostólica sigue existiendo en la era posconciliar, sometida a duras pruebas, pero siempre permanente y fiel guardiana del depósito sagrado.

Si el lector me pregunta ahora cuáles son las diferencias esenciales que separan a las dos religiones, yo respondería: diferencia de espíritu, diferencia de doctrina, diferencia de culto y diferencia moral. ¿Cómo habré llegado a tan espeluznante convicción? Con mucho sufrimiento y mucho trabajo, son miles los católicos que llegaron a la misma convicción.

Comenzamos por confrontar los nuevos textos, las nuevas alocuciones, las nuevas publicaciones pastorales, con la doctrina enseñada hasta antes de ayer. A comenzar por los textos emanados desde los niveles más altos, citemos algunos de aquellos que más dolorosamente y más irresistiblemente nos llevaron a la conclusión de que se inspiran en otro espíritu y se asientan en otra doctrina. Entre los textos conciliares, citamos los siguientes: Constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo actual (Gaudium et spes); Decreto sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio); Declaración sobre la Libertad Religiosa (Dignitatis Humanae); Discurso de Cierre del Concilio, 7 de diciembre de 1965; Institutio Generalis do Novus Ordo Missae: Punto 7 (en la primera redacción, de 1967, y principalmente la segunda redacción de 1970). Además de estos documentos de los más altos niveles, podríamos llenar las páginas de este periódico con obras y pronunciamientos de cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes que eran inexpertos, retraídos y discretos por tener la clara conciencia de sus deficiencias filosóficas y teológicas, y que de repente descubren que en la "Nueva Iglesia" pueden decir todo lo que les viene a la boca cuando hablan o a la mano cuando escriben. Lo que menos se conoce es la Teología, pero lo que más abunda en la Nueva Iglesia son los "teólogos de la liberación".

Debemos prestar especial atención a los pronunciamientos de las Conferencias Episcopales que rarísimamente dicen algo que se parezca a la Santa Religión enseñada por Jesucristo. Basta prestar atención, leer, y comparar toda la prodigiosa logorrea de los reformadores con lo que leemos de los santos doctores, de los santos Papas, y de toda la Tradición Católica. Ellos no hablan la misma lengua de nuestra Madre Iglesia, no usan el mismo léxico, no siguen el mismo espíritu. Se evidencia con brutalidad dolorosa el hecho de que la Iglesia ha sido invadida, o se ha dejado seducir por los mismos enemigos que combatía. Una de las notas más características del nuevo espíritu es la de la tolerancia erigida en máxima virtud, y el correlativo horror por cualquier especie de lucha o combate. Los nuevos levitas corrompen la juventud, destruyen las familias, pero cuando alguien alza la voz pidiendo sanción severísima para los secuestradores y para los traficantes de drogas, pronto empiezan con sus gritos: ¡Violencia, no! ¡Violencia, no!

Y aquí doy la respuesta al lector escandalizado: fue la atenta observación de esos hechos, fue la paciente lectura de himalayas de mediocridad y fue la comparación evidente entre lo que enseñan y lo que enseñaron los santos, y creo que fue principalmente la gracia de Dios, ciertamente pedida cada día, cada hora, por esa especial y gravísima intención; lo que nos llevó a estas conclusiones. Si es necesario usar el recurso de los gritos que tanto usan hoy, gritaré yo también, y no ocultaré la reacción que tuve en 1965 después de la primera lectura de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia: corrí al teléfono del amigo más cercano ya llorando, con los sollozos que me sacudían todo el cuerpo. Y grité: ¡están locos! ¡Ellos están locos! Y no digo más.

Veo enseguida en los medios católicos un diluvio de calamidades pavorosas. En las mejores familias católicas, tradicionalmente católicas, los jóvenes, pervertidos por los profesores de colegios católicos, se transforman en anormales, comunistas, criminales secuestradores, o en inutilizados toxicómanos. ¡Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible? El misterio de la permisión divina nos trae vértigos cuando pensamos en tantos buenos padres tan terriblemente afectados.

Pero cuando pensamos que la crisis de costumbres que disuelve todos los valores morales de una civilización es principalmente generada por la impiedad y el orgullo de los hombres, que reivindican todas las libertades y todos los derechos; y, principalmente, cuando pensamos que es precisamente en esta hora sombría que los hombres de Iglesia juzgan haber hecho un descubrimiento muy inteligente y muy oportuno -el de abrirse al mundo y hasta de buscar en él inspiraciones para el nuevo humanismo que pregonan-, con temor y terror, pensamos que la misteriosa permisión divina  ya nos ha sido proféticamente revelada en la Sagrada Escritura, y durará hasta el día en que los hombres descubran horrorizados que despreciaron a Dios, que contrariaron a Dios, que se rieron de Dios. Y en ese día de espantosa desolación descubrirán "que no son más que hombres" y que sólo Dios es el Señor.

En este punto de la entrevista, el lector me hace una pregunta muy seria y de importancia capital:

- ¿Cuál es, en su convicción, el rasgo principal, el contenido esencial de esa Otra religión que usted ve en los recintos de la Iglesia Católica?

- Una vez más insisto en este punto: el desorden que se observa en los medios eclesiásticos y que produce tales maleficios, no puede ser sólo un puro desorden. La desfiguración de la Iglesia del Verbo Encarnado, es decir, de la religión del Dios que se hizo hombre, tiene una figura: la de la religión del hombre que se hace Dios. Esta es la figura de la desfiguración.

- ¿No fue el mismo Papa Pablo VI quien dijo en el discurso de clausura del Concilio que "la Iglesia de Dios que se hace hombre se encontró, en el Concilio, con la religión del hombre que se hace Dios"?

- Exactamente. Y si el amigo continúa la atenta lectura de ese documento, se convencerá de que no exagero ni me pierdo en fantasías si le digo que la figura esencial de la Otra es la de un humanismo que se convierte en una nueva religión que difiere del cristianismo por su desolado naturalismo, es decir, por la ausencia de la más bella de todas las obras de Dios: el orden de la gracia y de la salvación.

Ellos intentan disfrazar el fastidio y la tristeza siniestra y fea, con retazos de cristianismo sin vida, pero la anemia profunda del cuerpo sin sangre está en la visibilidad de la Otra que sólo sirve para eclipsar la Santa Visibilidad de la Iglesia de Cristo.

- ¿Y cómo podrá la Iglesia Católica desembarazarse de estos equívocos y volver a ser visible, dorada, un poco más hoy, un poco menos mañana, pero siempre anunciando a los hombres, encarcelados en lo efímero, un Reino que no es de este mundo?

- ¿Usted todavía espera ver en este mundo la Iglesia Militante en todo su esplendor?

- No. El desorden es demasiado profundo y llegó a los vasos capilares de los miembros de la Iglesia. Si ella no fuera obra sobrenatural de Dios, yo diría, en términos usados por los físicos, que el desorden es siempre prodigiosamente irreversible.

Y, en el caso, la improbabilidad de tal recuperación sería expresada por números espantosos como diez elevado a menos mil (10-1000) que, en realidad, no expresan nada. No son números concretos ni entes de razón; cuando mucho diríamos que sólo son entes de tiza en la pizarra. Emile Borel decía francamente que, ante estas improbabilidades, es mejor decir simplemente que son imposibles. Pero aquí estamos hablando de la más maravillosa de las obras de Dios:

Deus qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti, et mirabilius reformasti

Y lo que a nosotros parece imposible, es posible para Dios. Pero nuestra esperanza teologal no nos obliga a esperar acontecimientos en este mundo. En el punto de la vida en que me encuentro, sólo puedo esperar, por la misericordia de Dios y por la Sangre de Cristo, la felicidad de ver prontamente a la Iglesia del Cielo en toda su belleza eterna y fuera del alcance de los flagelos humanos.

Y es la alegría de esa esperanza teologal la que, en estos días de transición, deseo a mis lectores y compañeros de trabajo.